La primera vez que pensé en la historia de España como tema para pintar fue al oír en París, y en español, a una mujer que le decía a un hombre: «Cuéntame una historia inolvidable.» Y entonces pensé que yo le hubiera contado, sin ironía alguna en mi defensa, historias que ocurrieron en el mismo sitio hace siglos; historias que mezclan lo generoso con lo sanguinario, lo grotesco con lo sublime, la realidad con la fantasía:
Un sultán con lágrimas en los ojos contemplando la llave de su reino antes de perderlo. Un suicidio en masa que transforma vidas y viviendas en paisaje de cenizas. Todo un pueblo reclamando la propia sumisión al grito de «¡Vivan las cadenas!». Un muerto que, erguido y bien atado a su caballo, gana su última batalla. Una reina que se niega a mostrarse desnuda ante su rey, llamado «el Hechizado». Una reina llamada «la Loca» que se niega a enterrar a su rey llamado «el Hermoso»… Las fechas son lo de menos.
La historia de España era, bajo la dictadura de Franco, parte de la cultura popular, como lo eran las corridas, el fútbol, los tebeos o una bofetada. La historia era nuestra sopa Campbells , que, en vez de contener guisantes, nos daba legendarios guerreros, pérdidas irremediables y locuras de amor. Un sopa con fuerte sabor a surrealismo.
Las ilustraciones de gestas históricas en los libros escolares eran simplificaciones burdas en blanco y negro de cuadros pintados en exuberante color en el siglo xix . La «pintura histórica», con su desprestigiado academicismo teatral, su heroico panorama, había sido reducida a un pequeño dibujo de tebeo. Hace más de un siglo que el género de pintura que lo inspiró ha sido relegado a la vulgaridad, o kitsch . Su réplica en las antiguas páginas del libro escolar es una transformación que borda lo imposible: la escenificación de un momento tan fantástico como lejano queda reducida a la cercanía íntima del gesto que es el núcleo de toda historia. El niño ve, aunque no esté en el dibujo, ese gesto que todo lo suma, y reduce. Décadas más tarde, el pintor quiere verlo desde más cerca, sin la coartada de la ironía.